SANTUARIO PARROQUIA NUESTRA SEÑORA DE
LOURDES
Gruta y Basílica. Quinta Normal, Santiago de Chile.
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Pastorales > Catequesis sobre la
Eucaristía > Capítulo 4: Rito de
Ofrendas
La llamada “Mesa de la
Eucaristía” se inicia con la
preparación de la Mesa del altar para celebrar el banquete
eucarístico. En la Última Cena, Cristo
instituyó el Sacrificio y el Banquete Pascual, y
encomendó a sus discípulos que lo hicieran en
conmemoración suya.
La Presentación de los Dones para
la preparación de la mesa para la Celebración
Eucarística es un tiempo de transición breve, pero
lleno de simbolismo. En la Presentación de los Dones
llevamos al altar pan, vino y
agua: los mismos elementos que Cristo tomó en sus
manos. Destinar a integrantes de la asamblea la
presentación de los dones indica de quién es la
mesa y quién provee el pan y el vino, es la comunidad que
ofrece de lo que ha recibido. En cierta medida es declarar que
todo es del Señor, todo lo hemos recibido de Él. En
los dones presentados nos ofrecemos nosotros mismos, nos hacemos
hostia que se ofrece.
La Instrucción General de Misal
Romano (IGMR) es clara para describir este momento: “Al comienzo de la liturgia
eucarística se llevan al altar los dones que se
convertirán en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo.
”En primer lugar se prepara el altar
o mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia
eucarística, y se colocan sobre él el corporal, el
purificador, el Misal y el cáliz, si no se ha preparado en
la credencia. Luego se traen las ofrendas: es de desear que el
pan y el vino sean presentados por los fieles; el sacerdote o el
diácono los recibe en un lugar adecuado para llevarlos al
altar. Aunque los fieles ya no contribuyan con el pan y el vino
destinados a la liturgia, como se hacía antiguamente, no
obstante, el rito de presentarlos conserva su fuerza y
significado espiritual”.
En la exhortación
apostólica Sacramentum Caritatis, el Papa Benedicto XVI
nos dice:
“La
Presentación de las Ofrendas no es sólo como un
«intervalo» entre la Liturgia de la Palabra y la
Eucarística. Entre otras razones, porque eso haría
perder el sentido de un único rito con dos partes
interrelacionadas. En realidad, este gesto humilde y sencillo
tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al
altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para
ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos
también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo,
conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este
gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no
necesita enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite
valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre
para realizar en él la obra divina y dar así pleno
sentido al trabajo humano, que mediante la celebración
eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo”
.
En nuestros pueblos y comunidades, este
momento de la celebración tiene algo propio. Con la
presentación de las ofrendas del pan y del vino, sentimos
que colaboramos de una manera muy personal al sacrificio de
Cristo. El trigo y las uvas de nuestros campos, convertidos en
pan y en vino por el trabajo, son nuestro aporte, que Cristo
tomará para darnos a comer su cuerpo y a beber su sangre,
es Él que nos une en su sacrificio, para transformarnos en
Él y realizar la unidad de la Iglesia.
Junto con esta oblación, siempre en la
celebración de la Eucaristía ha existido la entrega
de dones destinados a los necesitados. Nuestra ofrenda sincera y
verdadera tiene, como la de Cristo, un solo fin: la gloria de
Dios mismo y la salvación de nuestros hermanos. Así
como Cristo Jesús nos regala su palabra, su tiempo, sus
esfuerzos y su vida a nosotros, así también
nosotros queremos compartir nuestro tiempo, esfuerzos y vida,
representados en algunos bienes, con nuestros hermanos más
pobres. Aquí alcanza la sinceridad de nuestra fe, su
autenticidad y transparencia.
Basta evocar estas palabras anteriores
para comprender que la preparación de las ofrendas pide
una participación activa por parte de la comunidad. Y esto
no sólo en el rito, sino con anterioridad a él.
También aquí hay que decir que el pan y el vino no
se improvisan. Como tampoco los demás dones, ni menos la
ofrenda propia que es nuestra vida. La preparación de los
dones, si no quiere reducirse a un juego descomprometido, empieza
mucho antes del rito.
La mesa de cada día, a la que
van a parar “los frutos
de la tierra y del trabajo del hombre” y en la que
se comparten el pan y la vida, va llenando de contenido la mesa
del Señor. Las ofrendas de pan y vino, elaboradas fuera
del rito, serán el soporte de la presencia del
Señor. Sin ofertorio no hay presencia. Y eso no
sólo en la celebración, sino también en la
vida.
Por eso, el creyente no limita su
actitud de ofertorio al rito, sino que se sitúa ante los
demás con actitud de ofertorio: ofrece lo que tiene y lo
que es, porque ha aprendido de su Maestro “a servir y a dar la
vida” (Mt 20,29).
El creyente actúa, sabiendo que, si guarda su vida, la
perderá. Sólo ofreciéndose, no es un rito,
sino un momento ritual en el que convergen todas las ofrendas y
todos los dones que va realizando en su existencia, siguiendo los
pasos de Jesús que se ofreció a sí mismo
(cfr. Hebreos 7, 27).
El sacerdote presenta a Dios estos
dones y todos bendecimos a Dios con él. Al mismo tiempo
que se ofrecen los dones del pan y del vino, ofrecemos al
Señor parte de nuestros bienes a través de una
colecta, para que vayan en ayuda de los más
necesitados.
La ofrenda que se recoge, mal llamada
colecta en la asamblea que celebra, es expresión de la
koinonia
-comunión de personas capaces de poner efectivamente en
común lo que son y lo que poseen para repartir conforme a
las necesidades de los hermanos y para atender a las necesidades
de la propia comunidad (cfr. Romanos 12, 1-2), por tanto es un
acto que se realiza en función de la hospitalidad de esa
comunidad y es importante, pero no reemplaza el verdadero
emplazamiento que realiza la Eucaristía de vivir en la
misión y solidaridad (vivir según el
domingo).
Acompaña este momento de presentación de la ofrenda el lavado de las manos. Cuando el sacerdote se lava las manos, antes de empezar la plegaria eucarística, está dando importancia al simbolismo que esas manos tienen: consciente de su debilidad, hace delante de todos un gesto penitencial, porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar esas manos en nombre de todos ante Dios. Al hacerlo, el sacerdote dice: “Lávame, Señor, de mis culpas; quede yo limpio de todo pecado”. Lo dice en secreto, porque no es de las oraciones que dice en su papel de presidente. Pero indica muy claramente la intención simbólica del lavado.
1. La colecta no debe prolongarse
más allá de la procesión de las
ofrendas.
2. Sobre el canto de procesión de
Presentación de los Dones, CONALI (Comisión
Nacional de Liturgia, enero 2002) dice lo siguiente: “No es el más importante.
Quizás es el único canto que se podría
reservar al coro, como canto de meditación. La
intervención de la asamblea no es tan necesaria en este
momento muy secundario”.
3. Recordemos: no es un “canto de ofertorio”
(habrá que modificar el canto “Te ofrecemos este
pan...” por “Te presentamos este
pan...”). Es el momento en que, estando el sacerdote
sentado a la sede, se efectúa la colecta. Se levanta y va
a la entrada del presbiterio para recibir el pan y el vino, junto
con las canastas de la colecta. Las palabras de
presentación pueden rezarse en silencio o dialogadas con
la asamblea.
4.
Una vez terminado el lavado, debe terminarse el canto, de
manera que no se espere para formular la invitación:
“Oren
hermanos...”. Si no hay procesión, mejor que
no haya canto.
1. En el día a
día, ¿soy una persona gratuita, generosa con mis
tiempos, mis bienes, mis capacidades, entre otras?
2. ¿Cuál es tu
actitud de ofrecimiento en la Eucaristía?
3. ¿Participo
activamente en este momento de la Liturgia
Eucarística?
4. ¿Vivo la experiencia en el rito de
ofrenda, de comunión con Dios y mis hermanos?
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