SANTUARIO PARROQUIA NUESTRA SEÑORA DE
LOURDES
Gruta y Basílica. Quinta Normal, Santiago de Chile.
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Eucaristía > Capítulo 5: Plegaria
Eucarística
La celebración de la
Eucaristía alcanza su centro y culmen “cuando se llega a la Plegaria Eucarística, que es
una oración de acción de gracias y
santificación. El sacerdote invita al pueblo a elevar el
corazón hacia Dios, en una oración y rendimiento de
gracias, y lo asocia a su propia oración, que él
dirige en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo a Dios
Padre. El sentido de esta plegaria es que toda la
congregación de los fieles se una con Cristo en la
proclamación de las maravillas de Dios y en la ofrenda del
sacrificio”.
“Nuestro Salvador; en la
Última Cena, la noche en que fue entregado,
instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y
su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta
¡el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa
amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y
resurrección: sacramento de piedad! ¡signo de
unidad! ¡vínculo de caridad! ¡banquete pascual
en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos
da una prenda de la gloria futura!”.
La Iglesia cumple el “mandato del Señor celebrando
el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo
que Él mismo nos ha dado: los dones de su creación,
el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu
Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del
mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente
presente. Por tanto, debemos considerar la Eucaristía:
como acción de gracias y alabanza al Padre; como memorial
del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo; como presencia de Cristo
por el poder de su Palabra y de su
Espíritu”.
El carácter de bendición y
alabanza aparece claramente al comienzo de la Plegaria, que se
expresa principalmente en el Prefacio: “Verdaderamente es justo y necesario
darte gracias ¡Señor, Padre Santo¡ siempre y
en todo lugar…”. Se alaba a Dios por lo que
es en sí mismo y por lo que ha realizado en la historia de
la salvación. Son muchos los motivos por los cuales hemos
de alabar y dar gracias a Dios (variedad de Prefacios). Muchas
fiestas y solemnidades poseen Prefacio propio.
Al final el sacerdote que preside la misa
invita a la asamblea a cantar en unión con los coros de
los Ángeles, y todos nos unimos con el canto del
“Santo”,
cuya letra está tomada de varios lugares de la Sagrada
Escritura . Este bello texto queda empobrecido cuanto se lo
cambia por otros cantos simplemente porque tienen la palabra
"santo".
Al llegar la Consagración, la Iglesia con
una oración de invocación (“Epíclesis”),
pide al Padre que envíe al Espíritu Santo sobre el
pan y el vino, para que sean el cuerpo y la sangre del
Señor. Es una súplica humilde y confiada, que en
nuestro rito está inmediatamente antes del relato de la
Cena. Se trata de una invocación muy importante. La verdad
es que son inseparables el recuerdo que Jesús mandó
realizar y la acción del Espíritu Santo. A ambas
dimensiones hemos de prestar mucha atención.
El relato de la Cena es un memorial, es acoger la palabra de
Jesús: “Haced esto
en memoria mía” (Lucas 22, 19; 1 Corintios
11, 24-25). Nos sentimos como trasladados al Cenáculo
junto a los Discípulos que compartían con el
Señor, que alababa al Padre y se entregaba en alimento
para el perdón de los pecados: “Tomad y comed todos de él,
porque esto es mi cuerpo que será entregado por
vosotros... Tomad y bebed todos de él, porque este es el
cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna,
que será derramada por vosotros y por todos los hombres
para el perdón de los pecados”. La
monición del sacerdote: “Éste es el sacramento de
nuestra fe”, invita a la asamblea a aclamar su fe en
Jesucristo, el mismo, ayer, hoy y siempre (cf. Hebreos 13, 8).
Por lo tanto, la respuesta a esa monición debe ser:
“Anunciamos tu Muerte,
proclamamos tu Resurrección, ¡Ven, Señor
Jesús!”, u otra respuesta similar que
señale las tres dimensiones del memorial: pasado (Muerte
de Cristo), presente (Jesús Resucitado) y futuro (Segunda
Venida del Señor).
“Por ser memorial de la Pascua de
Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El
carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta
en las palabras mismas de la institución ya citadas. En la
Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros
entregó en la cruz, y la sangre misma que derramó
‘por muchos para remisión de los pecados’
”. (Mateo 26, 28). El “memorial” es un
elemento muy importante, porque aquello de lo cual la Iglesia
hace “memoria” se hace
presente para nuestra salvación. Eso es posible porque
Cristo, ahora más allá del tiempo y del espacio, en
estado glorioso, permanece ante el Padre en la actitud en que
vivió y se entregó a la muerte de cruz, y
así se hace presente en medio de nosotros. Por eso la Misa
es, no un nuevo sacrificio, sino presencia del mismo sacrificio
de la Cruz, en el que Cristo se entregó una vez para
siempre (cf. Hebreos 9, 25-28; 10, 10.14).
Unido generalmente al memorial
(Anámnesis), viene
el Ofrecimiento
explícito del Sacrificio: “Al celebrar ahora el memorial de la
muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el pan de
vida y el cáliz de salvación...”. El
sacrificio es, ante todo, del mismo Cristo, que se hace presente
en su permanente ofrecimiento al Padre y que permanece
indisolublemente unido a la resurrección, atrayendo todo
hacia la Vida. “Su sangre
es ofrecida en bebida como alianza perpetua en todas las
celebraciones eucarísticas que se multiplican en el
mundo”.
Pero también la Iglesia, nosotros,
ofrecemos el sacrificio de la Cruz. Es nuestra gran ofrenda. Es
el momento cumbre en el ejercicio de nuestro sacerdocio (cf.
Romanos 12, 1). Nosotros mismos nos unimos al sacrificio de
Cristo, haciendo ofrenda de nuestra vida. Nadie puede ofrecer a
Dios algo sin ofrecerse a sí mismo. Todo es de Dios.
Nosotros, con el sacrificio, queremos expresar el amoroso
reconocimiento de que le pertenecemos totalmente. Si toda
oración compromete, el sacrificio compromete del modo
más radical. Y su sentido y su fuerza están en la
intensidad del amor con que lo realizamos. Una ofrenda sin amor
no tiene ningún valor. Unirse al intenso amor a Cristo que
se ofrece al Padre y ofrecerse con Él, es la mejor ofrenda
que podemos hacer.
Unida a ese ofrecimiento, viene en la
Plegaria Eucarística la petición de que, así
como por la acción del Espíritu Santo fueron
transformados el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del
Cristo, así nosotros, por la acción del
Espíritu, seamos
congregados en la unidad y transformados por la caridad. Crecer
en caridad es la única transformación positiva y
definitiva que podemos tener para la vida eterna.
Es el ofrecimiento al Padre Celestial del
Sacrificio Pascual presente en las Hostias y el Vino
recién consagrado y que ahora ya se han convertido en
Jesús como sacrificio divino. Junto con Cristo-Hostia, nos
ofrecemos a nosotros mismos. La Víctima -Cristo- es agradable al Padre. Pero
le pedimos que la acepte porque las personas que la ofrecemos no
tenemos la seguridad de ser gratos a Dios.
Esa unión por la caridad se hace
explícita al evocar a continuación el recuerdo, en
forma de intercesiones,
de las personas vivas, comenzando por el Papa, el propio Obispo,
los demás obispos, presbíteros y diáconos,
extendiéndose a cuantos siguen a Cristo y a todas las
personas de buena voluntad que buscan a Dios. Y pedimos,
asimismo, por los que ya se durmieron en la paz de Cristo para
que Dios los admita a contemplar su gloria. Estas intercesiones
tienen un fuerte sentido de caridad: nos sentimos unidos con
aquellos a quienes recordamos.
El mismo sentido de unión en el
Señor tenemos al conmemorar a la Santísima Virgen,
San José, los Apóstoles y los demás
Bienaventurados que ya están en el Cielo. Anhelamos estar
con ellos compartiendo la vida eterna. Esta expresión tan
viva de amor hacia todos los miembros de la Iglesia y hacia todos
los hombres, nos introduce en un clima que debe estimular nuestro
amor práctico hacia todos en la vida diaria.
Asimismo, este recuerdo, como el de los
Ángeles y los Santos en el Sanctus y la aclamación
posconsecratoria “Ven,
Señor Jesús”, expresan la
dimensión escatológica que no podía faltar
en la Plegaria Eucarística. Es expresión de que la
Eucaristía se celebra en comunión con toda la
Iglesia, del cielo y la tierra, y que la ofrenda se hace por ella
misma, y por todos sus miembros, vivos y difuntos, por la paz, la
unidad, etc.
La Plegaria, que empezó dando
gracias y alabando a Dios, culmina en forma similar alabando al
Señor. “Por
Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre
Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria por los siglos de los siglos”. Es una
alabanza a la Santísima Trinidad que marca el final de la
Plegaria Eucarística.
En esa actitud está todo el sentido de nuestra vida.
Gozarnos todos unidos en la gloria del mismo Dios. Así
entramos, con nuestra capacidad de conocer y de amar, en la
finalidad de todo lo creado: dar gloria a Dios, el Ser
todopoderoso e infinitamente bueno y amable, que nos hace
participar de su propio ser. Con razón la asamblea, que ha
ido haciendo suyo y viviendo lo que el presidente proclamaba en
voz alta, se adhiere ahora con el “Amén” final, un
amén que debiera ser un vibrante canto y que es el
más importante de toda la Misa, porque con él
manifestamos nuestra adhesión decidida a todo lo que el
sacerdote ha afirmado durante la Plegaria.
1. ¿Descubro las
maravillas que Dios ha realizado en mi vida?
2. ¿Me uno con Cristo
en la proclamación de las maravillas de Dios, en la
Plegaria Eucarística?
3. ¿Comprendo las
palabras pronunciadas por Jesús: “Tomad, esto es mi
cuerpo” y “Ésta es mi sangre, la sangre
de la alianza”?
4. ¿Cómo vivo en
mi experiencia de fe “hacer
memorial”?
5. ¿Me ofrezco con
Cristo al Padre?
6. ¿Me dejo transformar por la
acción del Espíritu Santo, para ser testigo de la
Caridad?
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